Cómo no hacer un encuentro sublime con uno de nuestros escritores argentinos más emblemáticos, carismáticos y referentes como ninguno. Sus excelentes expresiones derramando por doquier su visiòn impactante sobre un estilo de vida en nuestra Buenos Aires, con su mùsica, gente, y esa forma de ser tan personal y única, que aún en nuestros días nos sigue distinguiendo del resto del mundo. Hacer una panorámica manifestada en cada palabra, en cada página, en cada verso o sencillamente en cada libro o cuento.
Personalmente me une una gran historia de vida por que nací, viví y disfruté de los mismos lugares de su nniñez y adolescencia. Nuestro Banfield amado, ese único espacio de lugar y tiempo con un nombre que encierra tantas vivencias hermosas. Sus calles, su gente, sus formas de vida y expresiones culturales a flor de piel. Nuestra estación querida, que aunque vivida en tiempos diferentes, guarda en sus rincones, las impresiones marcadas a fuego de cada uno de sus habitantes. Esas quintas enormes, esas tardes de estío y silencios compartidos, esa figura fantasmal que se nos acerca a través de cada soplo del viento, para susrrarnos al oído, que es nuestro lugar y raíces las que se quedan prendidas del ojal de tus entrañas, Banfield querido. Hay un cuento que él compuso y que tan bien narra nuestras experiencias y costumbres del lugar. por que cuando las leia, creia que estaba reviviendo mi propia historia, mis propias experiencias y costumbres. La siesta obligada en las tardes de estío, la familiaridad con los vecinos y ese cariño y compañía, que día a día se compartía en sus calles empedradas y plenas de cortesía. Los jardines, que de chiquitos y con los abuelos aprendíamos de sus manos a cuidar, amar, proteger...y nnuestros miedos al alejarse nuestra permanencia en ese lugar que nos sabe proteger y cuidar.
Gracias Julio Cortázar por resumir, en palabras, cuentos e historias, vivencias que marcaron a fuego en nuestras vidas, ese Banfield amado, esas calles recorridas. Gracias por declarar ese amor en cada palabra, de escvcribirle para que quede a fuego su presencia y que muchos sepan y conozcan las cosas que se cobijan bajo nuestros árboles, jardines y calles empedradas que nos sonríen al pasar, confiándonos su subsistencia.
Sólo te pido que después de leer estas líneas que le dedico con tanto amor, te tomes tu tiempo, que de fondo se escuche un tango de piazzolla y en la penumbra de tu silencio, puedas hojear este cuento, símbolo del lugar que nos une, el estilo de vida y ese amor intacto y duradero a nuestro Banfield querido.
“Banfield es el tipo de barrio que tantas veces encuentras en las letras de los tangos”, había dicho Julito, como le decía su madre, cuando había sido interrogado en vida.
Los Venenos
El sábado tío
Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había
dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina
imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de
Bánfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros
en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se
hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su
fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos de hojas
eran las plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se habían decidido a
comprar la máquina para acabar con las hormigas.
Me acuerdo que mi
hermana vio venir a tío Carlos por la calle Rodríguez Peña, desde lejos lo vio
venir en el tílbury de la estación, y entró corriendo por el callejón del
costado gritando que tío Carlos traía la máquina. Yo estaba en los ligustros
que daban a lo de Lila, hablando con Lila por el alambrado, contándole que por
la tarde íbamos a probar la máquina, y Lila estaba interesada pero no mucho,
porque a las chicas no les importan las máquinas y no les importan las
hormigas, solamente le llamaba la atención que la máquina echaba humo y que eso
iba a matar todas las hormigas de casa.
Al oír a mi
hermana le dije a Lila que tenía que ir a ayudar a bajar la máquina, y corrí
por el callejón con el grito de guerra de Sitting Bull, corriendo de una manera
que había inventado en ese tiempo y que era correr sin doblar las rodillas, como
pateando una pelota. Cansaba poco y era como un vuelo, aunque nunca como el
sueño de volar que yo siempre tenía entonces, y que era recoger las piernas del
suelo, y con apenas un movimiento de cintura volar a veinte centímetros del
suelo, de una manera que no se puede contar por lo linda, volar por calles
largas, subiendo a veces un poco y otra vez al ras del suelo, con una sensación
tan clara de estar despierto, aparte que en ese sueño la contra era que yo
siempre soñaba que estaba despierto, que volaba de verdad, que antes lo había
soñado pero esta vez iba de veras, y cuando me despertaba era como caerme al
suelo, tan triste salir andando o corriendo pero siempre pesado, vuelta abajo a
cada salto. Lo único un poco parecido era esta manera de correr que había
inventado, con las zapatillas de goma Keds Champion con puntera daba la
impresión del sueño, claro que no se podía comparar.
Mamá y abuelita ya
estaban en la puerta hablando con tío Carlos y el cochero. Me arrimé despacio
porque a veces me gustaba hacerme esperar, y con mi hermana miramos el bulto
envuelto en papel madera y atado con mucho hilo sisal, que el cochero y tío
Carlos bajaban a la vereda. Lo primero que pensé fue que era una parte de la
máquina, pero en seguida vi que era la máquina completa, y me pareció tan chica
que se me vino el alma a los pies. Lo mejor fue al entrarla, porque ayudando a
tío Carlos me di cuenta que la máquina pesaba mucho, y el peso me devolvió
confianza. Yo mismo le saqué los piolines y el papel, porque mamá y tío Carlos
tenían que abrir un paquete chico donde venía la lata del veneno, y de entrada
ya nos anunciaron que eso no se tocaba y que más de cuatro habían muerto
retorciéndose por tocar la lata. Mi hermana se fue a un rincón porque se le
había acabado el interés por todo y un poco también por miedo, pero yo la miré
a mamá y nos reímos, y todo aquel discurso era por mí hermana, a mí me iban a
dejar manejar la máquina con veneno y todo.
No era linda,
quiero decir que no era una máquina máquina, por lo menos con una rueda que da
vueltas o un pito que echa un chorro de vapor. Parecía una estufa de fierro
negro, con tres patas combadas, una puerta para el fuego, otra para el veneno y
de arriba salía un tubo de metal flexible (como el cuerpo de los gusanos) donde
después se enchufaba otro tubo de goma con un pico. A la hora del almuerzo mamá
nos leyó el manual de instrucciones, y cada vez que llegaba a las partes del
veneno todos la mirábamos a mi hermana, y abuelita le volvió a decir que en
Flores tres niños habían muerto por tocar una lata. Ya habíamos visto la
calavera en la tapa, y tío Carlos buscó una cuchara vieja y dijo que ésa sería
para el veneno y que las cosas de la máquina las guardarían en el estante de
arriba del cuarto de las herramientas. Afuera hacía calor porque empezaba
enero, y la sandía estaba helada, con las semillas negras que me hacían pensar
en las hormigas.
Después de la
siesta, la de los grandes porque mi hermana leía el Billiken y yo clasificaba
las estampillas en el patio cerrado, fuimos al jardín y tío Carlos puso la
máquina en la rotonda de las hamacas donde siempre salían hormigueros. Abuelita
preparó brasas de carbón para cargar la hornalla, y yo hice un barro lindísimo
en una batea vieja, revolviendo con la cuchara de albañil. Mamá y mi hermana se
sentaron en las sillas de paja para ver, y Lila miraba entre el ligustro hasta
que le gritamos que viniera y dijo que la madre no la dejaba pero que lo mismo
veía. Del otro lado del jardín ya se estaban asomando las de Negri, que eran
unos casos y por eso no nos tratábamos. Les decían la Chola, la Ela y la
Cufina, pobres. Eran buenas pero pavas, y no se podía jugar con ellas. Abuelita
les tenía lástima pero mamá no las invitaba nunca a casa porque se armaban líos
con mi hermana y conmigo. Las tres querían mandar la parada pero no sabían ni
rayuela ni bolita ni vigilante y ladrón ni el barco hundido, y lo único que
sabían era reírse como sonsas y hablar de tanta cosa que yo no sé a quién le
podía interesar. El padre era concejal y tenían Orpington leonadas. Nosotros
criábamos Rhode Island que es mejor ponedora.
La máquina parecía
más grande por lo negra que se la veía entre el verde del jardín y los
frutales. Tío Carlos la cargó de brasas, y mientras tomaba calor eligió un
hormiguero y le puso el pico del tubo; yo eché barro alrededor y lo apisoné
pero no muy fuerte, para impedir el desmoronamiento de las galerías como decía
el manual. Entonces mi tío abrió la puerta para el veneno y trajo la lata y la
cuchara. El veneno era violeta, un color precioso, y había que echar una
cucharada grande y cerrar en seguida la puerta. Apenas la habíamos echado se
oyó como un bufido y la máquina empezó a trabajar. Era estupendo, todo
alrededor del pico salía un humo blanco, y había que echar más barro y
aplastarlo con las manos. "Van a morir todas", dijo mi tío que estaba
muy contento con el funcionamiento de la máquina, y yo me puse al lado de él
con las manos llenas de barro hasta los codos, y se veía que era un trabajo
para que lo hicieran los hombres.
—¿Cuánto tiempo hay que fumigar cada hormiguero? —preguntó
mamá.
—Por lo menos media hora —dijo tío Carlos—. Algunos son
larguísimos, más de lo que se cree.
Yo entendí que
quería decir dos o tres metros, porque había tantos hormigueros en casa que no
podía ser que fueran demasiado largos. Pero justo en ese momento oímos que la
Cufina empezaba a chillar con esa voz que tenía que la escuchaban desde la
estación, y toda la familia Negri vino al jardín diciendo que de un cantero de
lechuga salía humo. Al principio yo no lo quería creer pero era cierto, porque
en el mismo momento Lila me avisó desde los ligustros que en su casa también
salía humo al lado de un duraznero, y tío Carlos se quedó pensando y después
fue hasta el alambrado de los Negri y le pidió a la Chola que era la menos
haragana que echara barro donde salía el humo, y yo salté a lo de Lila y taponé
el hormiguero. Ahora salía humo en otras partes de casa, en el gallinero, más
atrás de la puerta blanca, y al pie de la pared del costado. Mamá y mi hermana
ayudaban a poner barro, era formidable pensar que por debajo de la tierra había
tanto humo buscando salir, y que entre ese humo las hormigas estaban rabiando y
retorciéndose como los tres niños de Flores.
Esa tarde
trabajamos hasta la noche, y a mi hermana la mandaron a preguntar si en la casa
de otros vecinos salía humo. Cuando apenas quedaba luz la máquina se apagó, y
al sacar el pico del hormiguero yo cavé un poco con la cuchara de albañil y
toda la cueva estaba llena de hormigas muertas y tenía un color violeta que
olía a azufre. Eché barro encima como en los entierros, y calculé que habrían
muerto unas cinco mil hormigas por lo menos. Ya todos se habían ido adentro
porque era hora de bañarse y tender la mesa, pero tío Carlos y yo nos quedamos
a repasar la máquina y a guardarla. Le pregunté si podía llevar las cosas al
cuarto de las herramientas y dijo que sí. Por las dudas me enjuagué las manos
después de tocar la lata y la cuchara, y eso que la cuchara la habíamos
limpiado antes.
Al otro día fue domingo y vino mi tía Rosa
con mis primos, y fue un día en que jugamos todo el tiempo al vigilante y
ladrón con mi hermana y con Lila que tenía permiso de la madre. A la noche tía
Rosa le dijo a mamá si mi primo Hugo podía quedarse a pasar toda la semana en
Bánfield porque estaba un poco débil de la pleuresía y necesitaba sol. Mamá
dijo que sí, y todos estábamos contentos. A Hugo le hicieron una cama en mi
pieza, y el lunes fue la sirvienta a traer su ropa para la semana. Nos
bañábamos juntos y Hugo sabía más cuentos que yo, pero no saltaba tan lejos. Se
veía que era de Buenos Aires, con la ropa venían dos libros de Salgari y uno de
botánica, porque tenía que preparar el ingreso a primer año. Dentro del libro
venía una pluma de pavorreal, la primera que yo veía, y él la usaba como
señalador. Era verde con un ojo violeta y azul, toda salpicada de oro. Mi
hermana se la pidió pero Hugo le dijo que no porque se la había regalado la
madre. Ni siquiera se la dejó tocar, pero a mí sí porque me tenía confianza y
yo la agarraba del canuto.
Los primeros días,
como tío Carlos trabajaba en la oficina no volvimos a encender la máquina,
aunque yo le había dicho a mamá que si ella quería yo la podía hacer andar.
Mamá dijo que mejor esperáramos al sábado, que total no había muchos almácigos
esa semana y que no se veían tantas hormigas como antes.
—Hay unas cinco
mil menos —le dije yo, y ella se reía pero me dio la razón. Casi mejor que no
me dejara encender la máquina, así Hugo no se metía, porque era de esos que
todo lo saben y abren las puertas para mirar adentro. Sobre todo con el veneno
mejor que no me ayudara.
A la siesta nos
mandaban quedarnos quietos, porque tenían miedo de la insolación. Mí hermana
desde que Hugo jugaba conmigo venía todo el tiempo con nosotros, y siempre
quería jugar de compañera con Hugo. A las bolitas yo les ganaba a los dos, pero
al balero Hugo no sé cómo se las sabía todas y me ganaba. Mi hermana lo
elogiaba todo el tiempo y yo me daba cuenta que lo buscaba para novio, era cosa
de decírselo a mamá para que le plantara un par de bifes, solamente que no se
me ocurría cómo decírselo a mamá, total no hacían nada malo. Hugo se reía de
ella pero disimulando, y yo en esos momentos lo hubiera abrazado, pero era
siempre cuando estábamos jugando y había que ganar o perder pero nada de
abrazos.
La siesta duraba
de dos a cinco, y era la mejor hora para estar tranquilos y hacer lo que uno
quería. Con Hugo revisábamos las estampillas y yo le daba las repetidas, le
enseñaba a clasificarlas por países, y él pensaba al otro año tener una
colección como la mía pero solamente de América. Se iba a perder las de Camerún
que son con animales, pero él decía que así las colecciones son más
importantes. Mi hermana le daba la razón y eso que no sabía si una estampilla
estaba del derecho o del revés, pero era para llevarme la contra. En cambio
Lila que venía a eso de las tres, saltando por los ligustros, estaba de mi
parte y le gustaban las estampillas de Europa. Una vez yo le había dado a Lila
un sobre con todas estampillas diferentes, y ella siempre me lo recordaba y
decía que el padre le iba a ayudar en la colección pero que la madre pensaba
que eso no era para chicas y tenía microbios, y el sobre estaba guardado en el
aparador.
Para que no se
enojaran en casa por el ruido, cuando llegaba Lila nos íbamos al fondo y nos
tirábamos debajo de los frutales. Las de Negri también andaban por el jardín de
ellas, y yo sabía que las tres estaban locas con Hugo y se hablaban a gritos y
siempre por la nariz, y la Cufina sobre todo se la pasaba preguntando: “¿Y
dónde está el costurero con los hilos?” y la Ela le contestaba no sé qué,
entonces se peleaban pero a propósito para llamar la atención, y menos mal que
de ese lado los ligustros eran tupidos y no se veía mucho. Con Lila nos
moríamos de risa al oírlas, y Hugo se tapaba la nariz y decía: “¿Y dónde está
la pavita para el mate?” Entonces la Chola que era la mayor decía: “¿Vieron
chicas cuántos groseros hay este año?”, y nosotros nos metíamos pasto en la
boca para no reírnos fuerte, porque lo bueno era dejarlas con las ganas y no
seguírsela, así después cuando nos oían jugar a la mancha rabiaban mucho más y
al final se peleaban entre ellas hasta que salía la tía y las mechoneaba y las
tres se iban adentro llorando.
A mí me gustaba
tener de compañera a Lila en los juegos, porque entre hermanos a uno no le
gusta jugar si hay otros, y mi hermana lo buscaba en seguida a Hugo de
compañero. Lila y yo les ganábamos a las bolitas, pero a Hugo le gustaba más el
vigilante y ladrón y la escondida, siempre había que hacerle caso y jugar a
eso, pero también era formidable, solamente que no podíamos gritar y los juegos
así sin gritos no valen tanto. A la escondida casi siempre me tocaba contar a
mi, no sé por qué me engañaban vuelta a vuelta, y piedra libre uno detrás de
otro. A las cinco salía abuelita y nos retaba porque estábamos sudados y
habíamos tomado demasiado sol, pero nosotros la hacíamos reír y le dábamos
besos, hasta Hugo y Lila que no eran de casa. Yo me fijé en esos días que
abuelita iba siempre a mirar el estante de las herramientas, y me di cuenta que
tenía miedo de que anduviéramos hurgando con las cosas de la máquina. Pero a
nadie se le iba a ocurrir una pavada así, con lo de los tres niños de Flores y
encima la paliza que nos iban a dar.
A ratos me gustaba
quedarme solo, y en esos momentos ni siquiera quería que estuviera Lila. Sobre
toda al caer la tarde, un rato antes que abuelita saliera con su batón blanco y
se pusiera a regar el jardín. A esa hora la tierra ya no estaba tan caliente,
pero las madreselvas olían mucho y también los canteros de tomates donde había
canaletas para el agua y bichos distintos que en otras partes. Me gustaba
tirarme boca abajo y oler la tierra, sentirla debajo de mí, caliente con su
olor a verano tan distinto de otras veces. Pensaba en muchas cosas, pero sobre
todo en las hormigas, ahora que había visto lo que eran los hormigueros me
quedaba pensando en las galerías que cruzaban por todos lados y que nadie veía.
Como las venas en mis piernas, que apenas se distinguían debajo de la piel,
pero llenas de hormigas y misterios que iban y venían. Si uno comía un poco de
veneno, en realidad venía a ser lo mismo que el humo de la máquina, el veneno
andaba por las venas del cuerpo igual que el humo en la tierra, no había mucha
diferencia.
Después de un rato
me cansaba de estar solo y estudiar los bichos de los tomates. Iba a la puerta
blanca, tomaba impulso y me largaba a la carrera como Buffalo Bill, y al llegar
al cantero de las lechugas lo saltaba limpio y ni tocaba el borde de gramilla.
Con Hugo tirábamos al blanco con la Diana de aire comprimido, o jugábamos en
las hamacas cuando mi hermana o a veces Lila salían de bañarse y venían a las
hamacas con ropa limpia. También Hugo y yo nos íbamos a bañar, y a última hora
salíamos todos a la vereda, o mi hermana tocaba el piano en la sala y nosotros
nos sentábamos en la balaustrada y veíamos volver a la gente del trabajo hasta
que llegaba tío Carlos y todos lo íbamos a saludar y de paso a ver si traía
algún paquete con hilo rosa o el Billiken. Justamente una de esas veces al
correr a la puerta fue cuando Lila se tropezó en una laja y se lastimó la
rodilla. Pobre Lila, no quería llorar pero le saltaban las lágrimas y yo
pensaba en la madre que era tan severa y le diría machona y de todo cuando la
viera lastimada. Hugo y yo hicimos la sillita de oro y la llevamos del lado de
la puerta blanca mientras mi hermana iba a escondidas a buscar un trapo y
alcohol. Hugo se hacía el comedido y quería curarla a Lila, lo mismo mi hermana
para estar con Hugo, pero yo los saqué a empujones y le dije a Lila que
aguantara nada más que un segundo, y que si quería cerrara los ojos. Pero ella
no quiso y mientras yo le pasaba el alcohol ella lo miraba fijo a Hugo como
para mostrarle lo valiente que era. Yo le soplé fuerte en la lastimadura y con
la venda quedó muy bien y no le dolía.
—Mejor andate en
seguida a tu casa —le dijo mi hermana—, así tu mamá no se cabrea.
Después que se fue Lila yo me empecé a aburrir con Hugo y mi
hermana que hablaban de orquestas típicas, y Hugo había visto a De Caro en un
cine y silbaba tangos para que mi hermana los sacara en el piano. Me fui a mi
cuarto a buscar el álbum de las estampillas, y todo el tiempo pensaba que la
madre la iba a retar a Lila y que a lo mejor estaba llorando o que se le iba a
infectar la matadura como pasa tantas veces. Era increíble lo valiente que
había sido Lila con el alcohol, y cómo lo miraba a Hugo sin llorar ni bajar la
vista.
En la mesa de luz
estaba la botánica de Hugo, y asomaba el canuto de la pluma de pavorreal. Como
él me la dejaba mirar la saqué con cuidado y me puse al lado de la lámpara para
verla bien. Yo creo que no había ninguna pluma más linda que ésa. Parecía las
manchas que se hacen en el agua de los charcos, pero no se podía comparar, era
muchísimo más linda, de un verde brillante como esos bichos que viven en los
damascos y tienen dos antenas largas con una bolita peluda en cada punta. En
medio de la parte más ancha y más verde se abría un ojo azul y violeta, todo
salpicado de oro, algo como no se ha visto nunca. Yo de golpe me daba cuenta
por qué se llamaba pavorreal, y cuanto más la miraba más pensaba en cosas
raras, como en las novelas, y al final la tuve que dejar porque se la hubiera
robado a Hugo y eso no podía ser. A lo mejor Lila estaba pensando en nosotros,
sola en su casa (que era oscura y con sus padres tan severos) cuando yo me
divertía con la pluma y las estampillas. Mejor guardar todo y pensar en la
pobre Lila tan valiente.
Por la noche me
costó dormirme, no sé por qué. Se me había metido en la cabeza que Lila no
estaba bien y que tenía fiebre. Me hubiera gustado pedirle a mamá que fuera a
preguntarle a la madre pero no se podía, primero con Hugo que se iba a reír, y
después que mamá se enojaría si se enteraba de la lastimadura y que no le
habíamos avisado. Me quise dormir tantas veces pero no podía, y al final pensé
que lo mejor era ir por la mañana a lo de Lila y ver cómo estaba, o llamar por
el ligustro. Al final me dormí pensando en Lila y Buffalo Bill y también en la
máquina de las hormigas, pero sobre todo en Lila.
Al otro día me
levanté antes que nadie y fui a mi jardín, que estaba cerca de las glicinas. Mi
jardín era un cantero nada más que mío, que abuelita me había dado para que yo
hiciese lo que quisiera. Una vez planté alpiste, después batatas, pero ahora me
gustaban las flores y sobre todo mi jazmín del Cabo, que es el de olor más
fuerte sobre todo de noche, y mamá siempre decía que mi jazmín era el más lindo
de la casa. Con la pala fui cavando despacio alrededor del jazmín, que era lo
mejor que yo tenía, y al final lo saqué con toda la tierra pegada a la raíz.
Así fui a llamarla a Lila que también estaba levantada y no tenía casi nada en
la rodilla.
—¿Hugo se va
mañana? —me preguntó, y le dije que sí, porque tenía que seguir estudiando en
Buenos Aires el ingreso a primer año. Le dije a Lila que le traía una cosa y
ella me preguntó qué era, y entonces por entre el ligustro le mostré mi jazmín
y le dije que se lo regalaba y que si quería la iba a ayudar a hacerse un
jardín para ella sola. Lila dijo que el jazmín era muy lindo, y le pidió
permiso a la madre y yo salté el ligustro para ayudarla a plantarlo. Elegimos
un cantero chico, arrancamos unos crisantemos medio secos que había, y yo me
puse a puntear la tierra, a darle otra forma al cantero, y después Lila me dijo
dónde le gustaba que estuviera el jazmín, que era en el mismo medio. Yo lo
planté, regamos con la regadera y el jardín quedó muy bien. Ahora yo tenía que
conseguir un poco de gramilla, pero no había apuro. Lila estaba muy contenta y
no le dolía nada la lastimadura. Quería que Hugo y mi hermana vieran en seguida
lo que habíamos hecho, y yo los fui a buscar justo cuando mamá me llamaba para
el café con leche. Las de Negri andaban peleándose en el jardín, y la Cufina
chillaba como siempre. No sé cómo podían pelearse con una mañana tan linda.
El sábado por la
tarde Hugo se tenía que volver a Buenos Aires y yo dentro de todo me alegré
porque tío Carlos no quería encender la máquina ese día y lo dejó para el
domingo. Mejor que estuviéramos él y yo solamente, no fuera la mala pata que
Hugo se saliera envenenando o cualquier cosa. Esa tarde lo extrañé un poco
porque ya me había acostumbrado a tenerlo en mi cuarto, y sabía tantos cuentos
y aventuras de memoria. Pero peor era mi hermana que andaba por toda la casa
como sonámbula, y cuando mamá le preguntó qué le pasaba dijo que nada, pero
ponía una cara que mamá se quedó mirándola y al final se fue diciendo que
algunas se creían más grandes de lo que eran y eso que ni sonarse solas sabían.
Yo encontraba que mí hermana se portaba como una estúpida, sobre todo cuando la
vi que con tiza de colores escribía en el pizarrón del patio el nombre de Hugo,
lo borraba y lo escribía de nuevo, siempre con otros colores y otras letras,
mirándome de reojo, y después hizo un corazón con una flecha y yo me fui para
no pegarle un par de bifes o ir a decírselo a mamá. Para peor esa tarde Lila se
había vuelto a su casa temprano, diciendo que la madre no la dejaba quedarse
por culpa de la lastimadura. Hugo le dijo que a las cinco venían a buscarlo de
Buenos Aires, y que por qué no se quedaba hasta que él se fuera, pero Lila dijo
que no podía y se fue corriendo y sin saludar. Por eso cuando lo vinieron a
buscar, Hugo tuvo que ir a despedirse de Lila y la madre, y después se despidió
de nosotros y se fue muy contento diciendo que volvería al otro fin de semana.
Esa noche yo me sentí un poco solo en mi cuarto, pero por otro lado era una
ventaja sentir que todo era de nuevo mío, y que Podía apagar la luz cuando me
daba la gana.
El domingo al
levantarme oí que mamá hablaba por el alambrado con el señor Negri. Me acerqué
a decir buen día y el señor Negri estaba diciéndole a mamá que en el cantero de
las lechugas donde salía el humo el día que probamos la máquina, todas las
lechugas se estaban marchitando. Mamá le dijo que era muy raro porque en el
prospecto de la máquina decía que el humo no era dañino para las plantas, y el
señor Negri le contestó que no hay que fiarse de los prospectos, que lo mismo
es con los remedios que cuando uno lee el prospecto se va a curar de todo y
después a lo mejor acaba entre cuatro velas. Mamá le dijo que podía ser que
alguna de las chicas hubiera echado agua de jabón en el cantero sin querer
(pero yo me di cuenta que mamá quería decir a propósito, de chusmas que eran y
para buscar pelea) y entonces el señor Negri dijo que iba a averiguar pero que
en realidad si la máquina mataba las plantas no se veía la ventaja de tomarse
tanto trabajo. Mamá le dijo que no iba a comparar unas lechugas de mala muerte
con el estrago que hacen las hormigas en los jardines, y que por la tarde la
íbamos a encender, y si veían humo que avisaran que nosotros iríamos a tapar
los hormigueros para que ellos no se molestaran. Abuelita me llamó para tomar
el café y no sé qué más se dijeron, pero yo estaba entusiasmado pensando que
otra vez íbamos a combatir las hormigas, y me pasé la mañana leyendo Raffles
aunque no me gustaba tanto como Buffalo Bill y muchas otras novelas.
A mí hermana se le
había pasado la loca y andaba cantando por toda la casa, en una de esas le dio
por pintar con los lápices de colores y vino adonde yo estaba, y antes de darme
cuenta ya había metido la nariz en lo que yo hacía, y justo por casualidad yo
acababa de escribir mi nombre, que me gustaba escribirlo en todas partes, y el
de Lila que por pura casualidad había escrito al lado del mío. Cerré el libro
pero ella ya había leído y se puso a reír a carcajadas y me miraba como con
lástima, y yo me le fui encima pero ella chilló y oí que mamá se acercaba,
entonces me fui al jardín con toda la rabia. En el almuerzo ella me estuvo
mirando con burla todo el tiempo, y me hubiera encantado pegarle una patada por
abajo de la mesa, pero era capaz de ponerse a gritar y a la tarde íbamos a
encender la máquina, así que me aguanté y no dije nada. A la hora de la siesta
me trepé al sauce a leer y a pensar, y cuando a las cuatro y media salió tío
Carlos de dormir, cebamos mate y después preparamos la máquina, y yo hice dos
palanganas de barro. Las mujeres estaban adentro y hacía calor, sobre todo al
lado de la máquina que era a carbón, pero el mate es bueno para eso si se toma
amargo y muy caliente.
Habíamos elegido
la parte del fondo del jardín cerca de los gallineros, porque parecía que las
hormigas se estaban refugiando en esa parte y hacían mucho estrago en los
almácigos. Apenas pusimos el pico en el hormiguero más grande empezó a salir
humo por todas partes, y hasta por entre los ladrillos del piso del gallinero
salía. Yo iba de un lado a otro taponando la tierra, y me gustaba echar el
barro encima y aplastarlo con las manos hasta que dejaba de salir el humo. Tío
Carlos se asomó al alambrado de las de Negri y le preguntó a la Chola, que era
la menos sonsa, si no salía humo en su jardín, y la Cufina armaba gran revuelo
y andaba por todas partes mirando porque a tío Carlos le tenían mucho respeto,
pero no salía humo del lado de ellas. En cambio oí que Lila me llamaba y fui
corriendo al ligustro y la vi que estaba con su vestido de lunares anaranjados
que era el que más me gustaba, y la rodilla vendada. Me gritó que salía humo de
su jardín, el que era solamente suyo, y yo ya estaba saltando el alambrado con
una de las palanganas de barro mientras Lila me decía afligida que al ir a ver
su jardín había oído que hablábamos con las de Negri y que entonces justo al
lado de donde habíamos plantado el jazmín empezaba a salir humo. Yo estaba
arrodillado echando barro con todas mis fuerzas. Era muy peligroso para el
jazmín recién trasplantado y ahora con el veneno tan cerca, aunque el manual
decía que no. Pensé si no podría cortar la galería de las hormigas unos metros
antes del cantero, pero antes de nada eché el barro y taponé la salida lo mejor
que pude. Lila se había sentado a la sombra con un libro y me miraba trabajar.
Me gustaba que me estuviera mirando, y puse tanto barro que seguro por ahí no
iba a salir más humo. Después me acerqué a preguntarle dónde había una pala
para ver de cortar la galería antes que llegara al jazmín con todo el veneno.
Lila se levantó y fue a buscar la pala, y como tardaba yo me puse a mirar el
libro que era de cuentos con figuras, y me quedé asombrado al ver que Lila
también tenía una pluma de pavorreal preciosa en el libro, y que nunca me había
dicho nada. Tío Carlos me estaba llamando para que taponara otros agujeros,
pero yo me quedé mirando la pluma que no podía ser la de Hugo pero era tan
idéntica que parecía del mismo pavorreal, verde con el ojo violeta y azul, y
las manchitas de oro. Cuando Lila vino con la pala le pregunté de dónde había
sacado la pluma, y pensaba contarle que Hugo tenía una idéntica. Casi no me di
cuenta de lo que me decía cuando se puso muy colorada y contestó que Hugo se la
había regalado al ir a despedirse.
—Me dijo que en su casa hay muchas —agregó como
disculpándose pero no me miraba, y tío Carlos me llamó más fuerte del otro lado
de los ligustros y yo tiré la pala que me había dado Lila y me volví al
alambrado, aunque Lila me llamaba y me decía que otra vez estaba saliendo humo
en su jardín. Salté el alambrado y desde casa por entre los ligustros la miré a
Lila que estaba llorando con el libro en la mano y la pluma que asomaba apenas,
y vi que el humo salía ahora al lado mismo del jazmín, todo el veneno
mezclándose con las raíces. Fui hasta la máquina aprovechando que tío Carlos
hablaba de nuevo con las de Negri, abrí la lata del veneno y eché dos, tres
cucharadas llenas en la máquina y la cerré; así el humo invadía bien los
hormigueros y mataba todas las hormigas, no dejaba ni una hormiga viva en el
jardín de casa.
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